Relatos eróticos de Anna: Capítulo 1
Podría decir que me conquistó con palabras bonitas, pero mentiría.
Lo que me atrapó fue cómo no dijo nada de más.
La mayoría llega con lo típico: “Hola, ¿cuánto cobras?”, “¿Tienes lugar?”, “¿Foto sin ropa?”. Qué originales.
Pero él no.
Me escribió algo como:
“No tengo prisa. Solo quiero que me mires como si ya supieras lo que va a pasar.”
Y ya. Nada más.
No es que me pareciera una frase de película, ¿eh? Pero era diferente. Cuidada. Sin baboseo. Sin ansiedad. Y eso… me pone. Porque si algo me gusta es el tipo que sabe que no lo va a tener fácil, pero le divierte intentarlo.
Miré su perfil. Nada de selfies en el baño ni fotos de abdominales forzados. Un libro y un reloj. Discreto, sin postureo.
Le contesté:
“¿Y si lo que va a pasar depende de cómo me hables?”
Me respondió a los dos minutos.
“Entonces espero que me dejes hablarte muy bien.”
Sonreí. Vale, vamos a jugar.
Quedamos un viernes por la tarde.
Me reservó en uno de esos hoteles con moqueta que amortigua los pasos y recepcionistas que no hacen preguntas. Bien. Me gustan los hombres que saben elegir lugar sin preguntar cinco veces si me viene bien.
Lo vi venir desde la entrada.
Ni guapo ni feo. Pero con ese algo. Seguridad sin chulería. Buen perfume. Y no me miró como si yo fuera un trofeo. Me miró como si ya le apeteciera sentarse conmigo a tomar algo. Y eso, la verdad, ya me calienta.
Me saludó con dos besos, suaves, sin prisas.
Le ofrecí sentarnos a tomar una copa en el lounge del hotel antes de subir. Lo hago cuando intuyo que la cita puede dar para más que lo obvio.
Y con él… quería jugar un poco.
Pedimos vino. Charlamos. Hablamos de viajes, de Lisboa, de luces cálidas, de no mirar el reloj. No hablamos de sexo. Eso me gusta.
Yo ya sabía que terminaríamos en la cama. Él también. Pero no había que apurarlo todo.
Cuando subimos, se mantuvo a mi ritmo. No intentó tocarme en el ascensor.
Buen chico.
Porque si lo hubiera hecho… probablemente me habría dado la vuelta.
Entramos. Me quité los tacones sin disimulo.
“Voy a hacer que te sientas cómodo,” le dije.
“Demasiado tarde,” respondió.
Vale. Me hizo reír.
Me gusta cuando no se ponen tensos. Cuando me tratan como una mujer y no como un número de catálogo.
Me acerqué. Le toqué el cuello de la camisa. Le desabroché un botón. Solo uno.
No dije nada. Solo le sonreí, bajito.
Él tragó saliva.
Sí, así me gusta: calladito y con cara de “¿qué me va a hacer esta mujer?”
Le besé la clavícula.
Le mordí un poco el labio.
Y cuando él quiso abrazarme, puse mi dedo en sus labios.
“Tranquilo. Esto lo empiezo yo.”
Y lo empecé.
Con la boca, con las manos, con la cadera.
Marcando el ritmo.
¿El final?
No lo voy a contar todo.
Solo diré que se fue temblando… pero con una sonrisa estúpida que todavía me acuerdo.
Y yo, como siempre, me duché con calma, pedí servicio de habitación…
y le respondí a otro mensaje.
Porque si algo he aprendido es que cuando tú eliges, nunca te equivocas.
Y yo lo elegí bien.