Capítulo 2: El placer de hacerlo esperar

Mujer elegante sentada sola en lounge de hotel en Madrid

Relatos eróticos de Anna: Capítulo 2

Lo divertido de mi trabajo no es el sexo.
Es el tiempo que pasa antes.

Él volvió a escribirme a los pocos días. Corto, conciso, igual que la primera vez.
“¿Cuándo puedo verte otra vez?”

Me mordí el labio leyendo. Esa impaciencia disfrazada de calma me encanta.
Contesté con algo que sabía que lo iba a descolocar:
“Cuando aprendas a esperar.”

Dejé su mensaje sin respuesta unas horas. ¿Por qué? Porque en este juego, la ansiedad del otro es mi combustible. Y si hay algo que he aprendido es que el deseo crece en el silencio.

Cuando por fin marqué día y hora, me pidió confirmación.
“No hagas tantas preguntas,” le solté.
Y él, obediente, se limitó a poner un emoji de reloj.
Sonreí. Buen alumno.

La cita fue en otro hotel. Más moderno, con cristales en lugar de moqueta. Lo encontré en el bar, esperándome ya con una copa servida.
Me gusta llegar cinco minutos tarde. No por descortesía, sino porque me da el poder de entrar y ver cómo me mira cuando cree que el tiempo se alarga.

Y él me miraba. Como si el resto de las mujeres de ese lugar no existieran.

Me acerqué despacio, dejando que mis tacones anunciaran mi llegada.
“¿Pensabas que no vendría?”
“Lo dudé dos veces.”
“Pues debiste dudar tres.”

Nos reímos. Y en esa risa ya había un hilo invisible atándonos.

No subimos enseguida. Le hablé de mis libros favoritos, de la lluvia en Madrid, de lo bien que sienta el segundo sorbo de vino cuando ya no tienes prisa.
Y él me escuchaba, sin interrumpir, con la mirada fija en mi boca.

Cuando decidí que era momento, me levanté sin aviso.
“Vamos.”

El ascensor fue un campo de batalla silencioso. Él quería tocarme. Yo lo notaba en sus manos inquietas, pero no se atrevió. Aprendió la lección de la primera vez.

Ya en la habitación, me senté en la cama sin quitarme nada. Crucé las piernas, despacio.
“Hoy quiero que me pidas permiso para todo.”

Él tragó saliva.
Y lo hizo.
Cada botón, cada roce, cada beso en mi piel llevaba antes un “¿puedo?”.
Y yo, con una media sonrisa, decidía cuándo el “sí” valía más que mil caricias apresuradas.

Lo que ocurrió después… bueno, digamos que entendió que el verdadero placer no está en correr, sino en detenerse en cada curva del camino.

Cuando se durmió, exhausto, yo me vestí en silencio.
Le dejé una nota en la mesilla:
“El deseo es un arte. Y yo soy tu maestra.”

Y me fui.
Porque a veces el recuerdo arde más que la piel.

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