Entre velas y caricias

Toalla con velas y flor en ambiente íntimo de hotel

Todo comenzó con una llamada discreta y una voz suave al otro lado del teléfono. Era Mandy, una masajista en Madrid, estuvimos un rato hablando y me propuso una experiencia única en un elegante hotel del centro. Acepté sin pensarlo. Al llegar, la puerta se abrió lentamente y ahí estaba ella, envuelta en una bata de seda blanca que apenas disimulaba su figura.

El hotel desprendía un aroma embriagador a sándalo. Todo estaba dispuesto: las luces tenues, las velas encendidas, y sobre la mesa, una toalla doblada junto a un pequeño frasco de aceite cálido. Estaba nervioso, como si fuera mi primera vez, y en cierto modo, lo era. Iba a vivir algo diferente. Algo con Mandy, la masajista en Madrid de mirada felina y sonrisa encantadora, que prometía placer sin palabras.

Cuando abrió la puerta, vestida con una bata de seda apenas ceñida a su cintura, el mundo pareció detenerse. Su piel dorada brillaba bajo la luz de las velas. Me indicó que me tumbara boca abajo en la cama, y sin decir nada, empezó a recorrer mi espalda con las yemas de sus dedos, como si descifrara mi cuerpo.

El aceite caliente tocó mi piel y la tensión comenzó a evaporarse. Mandy no solo sabía tocar, sabía leer el deseo. Sus manos eran suaves pero decididas, y se movían como si cada caricia fuera parte de un ritual sagrado. Mi respiración se volvió lenta, entrecortada… cada roce era una provocación deliciosa.

De pronto, su aliento se acercó a mi oído:
—Relájate… ahora empieza lo mejor.

La bata cayó al suelo y su cuerpo desnudo rozó el mío con un calor eléctrico. Me giré y la vi encima de mí, con la mirada fija, desbordando deseo. Sus labios recorrieron mi cuello, mi pecho, bajando sin prisa, mientras sus caderas se mecían al compás de una música invisible.

Aquella noche no hubo relojes, ni prisas, ni palabras innecesarias. Solo placer. Placer en estado puro, compartido, saboreado.
Mandy no solo dio un masaje. Me desnudó el alma, me acarició por dentro.

Y cuando todo terminó, me miró con una sonrisa traviesa y susurró:
—En este hotel… nada se olvida.

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